UN REGALO ESPECIAL

UN REGALO ESPECIAL

Ana siempre confesó que no era persona de sorpresas, pero la de aquel fin de semana, sin duda, marcaría su vida para siempre.

Ya habían pasado varias semanas de su cumpleaños y sus hermanas tenían pendiente hacerle algún regalo. ¿Qué podía esperar? Cualquier persona regalaría un libro, algo de ropa, pero ellas siempre iban un poco más allá de lo que cualquiera pueda imaginar. 

— Prepara una mochila que mañana nos vamos de excursión — dijo la pequeña. 

— Y avisa en casa que quizás no vuelvas esta noche — añadió con picardía la mayor. 

Comentaba siempre Ana que ser la de en medio había tenido grandes ventajas porque podía disfrutar de tener una referente mayor y cuidar, como hermana mayor, de la pequeña. Pero esta vez, ella solo tenía que dejarse llevar.  

Fueron benevolentes y no le hicieron madrugar mucho pero eso no evitó que los nervios de la incertidumbre, a la que estaba tan poco acostumbrada, le impidieran descansar y conciliar el sueño a placer. 

Con la mochila rebosando de ganas se dirigieron las dos pequeñas en dirección a la tierra adoptiva de la mayor. Serpenteando por las curvas de Ronda empezaba la agasajada a sospechar que algo se salía de lo habitual. No podía ni intuir lo que le esperaba. Todavía recuerda la felicidad al ver las caras ilusionadas de sus hermanas sabiendo que algo especial tenían preparado y que ni ellas podían sospechar cuánto marcaría la vida de Ana. 

Almorzaron en una venta de la zona, teniendo como entrante la tranquilidad de un salón para tres, como primer plato una charla distendida de lo divino y lo humano, de lo sagrado y profano, disfrutando de un postre basado en una sobremesa sin prisas, con café humeante y una compañía inmejorable. Y tras el almuerzo comenzaba la aventura. 

Cuando el coche se adentró en un inmenso bosque de pinsapos su cabeza comenzó a embarrullarse con las posibilidades que le podrían dar aquel camino pedregoso, aquellas vacas pajunas pastando tranquilas en la ribera de la carretera. Nada, ninguna de las opciones que pudieron asomar por su pensamiento estaban cerca de lo que se avecinaba. 

En el Cortijo las Navas de los Pinsapos les esperaba la dulce Clara como anfitriona. La ternura en el recibimiento y la calidez en sus palabras de bienvenida le hicieron comprobar que aquella iba a ser una aventura especial. A su lado, Juanfran, les acompañó para unirse al grupo y hacer piña antes de la partida. 

¿Qué podría Ana esperar de un paseo por el campo y una cena en la que llamaban La Morada del Pinsapo y disfrutar de la ronca del gamo? Nada especial. Ella que se enorgullecía al repetir lo urbanita de su estilo de vida, nada de campo, grandes capitales, ciudades, aviones, trenes. Se cuestionaba cómo podrían pensar sus hermanas que estar en medio de árboles y bichos podría ser una buena idea. ¿En el campo? Ella, que había conocido las viajado tanto al extranjero y que solo ansiaba viajar mucho más. 

— Desde luego, con este regalo, se han equivocado — pensó suspicaz. 

Y de repente se hizo la magia. Clara empezó a hablar y a caminar. Como discípulos paseantes de Aristóteles, el grupo le seguía y escuchaba como en cada palabra se escapaba un poco de amor, como se deleitaba explicando cada una de las especies naturales que iban a encontrar en esa sierra, su sierra. Les encandiló explicando la historia de la Nava, la riqueza forestal que iban a poder contemplar y todas las especies animales que podrían sentir, ver y, quizás, tocar. El flechazo fue instantáneo. 

Como un animal, Clara andaba con sigilo cuando sabía que había un gamo cerca, susurraba y señalaba con movimientos armónicos más propios de una danza tribal que de una excursión grupal. Se emocionaba al explicar los ejemplares centenarios que iban a poder experimentar, vivir. 

Siguiendo el mimo propio de quien se siente en su casa y extremando el cuidado en cada paso, la anfitriona indicó las huellas de los animales que habían pasado por allí, les hizo concentrarse en el olor del petricor por la lluvia del día anterior y en el perfume de la sierra. Cada palabra era un aprendizaje con tal cariño que todavía retumban en su cabeza palabras que nunca antes había escuchado. El liquen presente era indicador de que estaban respirando el aire más puro que nunca había tocado sus pulmones, cada hierba era importante por su aroma, su textura y con todo nuestro alrededor pudieron poner los cinco sentidos en alerta y darles un festín inigualable. 

La vista se perdió en los gigantescos pinsapos y alcornoques centenarios que les acompañaban en la ruta; en los oídos resoplaba el viento que mecía las ramas y transportaba los sonidos de los animales que, recelosos, se escondían; el olfato quedó maravillado con las plantas aromáticas que iban encontrando y el tacto se heló cuando pudieron tocar hojas y piedras, troncos y arena, pisar caminos y cuevas. En aquel festival solo les quedó el sentido del gusto por cultivar.

El sol ya se escondía por el pico Torrecilla y la noche bañaba el cielo cuando, con la tranquilidad propia de quien disfruta cada segundo, Clara les invitó a sentarse cerca de la charca corazón. Allí, con el silencio respetuoso por bandera, todos cerraron los ojos, respiraron profundo y se inundaron de cada partícula que aquel singular paseo les regalaba. En ese preciso momento Ana supo que aquel era su lugar. 

La penumbra les alcanzó y la velada todavía no terminaba. Seguían su  camino con la vista puesta en una casita de madera que se intuía a la izquierda, La Morada del Pinsapo. Fue allí donde el último de los sentidos entró en acción y pudieron probar manjares y viandas propios de la zona, recolectados por los propietarios, cocinados con esmero y amor que les deleitaron y llevaron a disfrutar de  una experiencia completa. 

De repente, Ana vio algo y tuvo una idea. Ya no quedaba ni un rayo de sol cuando vió al fondo del bosque unas hamacas que, sospechó para qué podían ser. Sin duda, allí debería acabar la andanza. 

Continuaron el camino de vuelta, en grupo, sigilosos, vigilantes intentando oír y ver el ritual de apareamiento más espectacular que pudieran imaginar. En mitad de la nava los machos luchaban con sus cornamentas y berreaban imponentes para mostrar su poderío frente a sus iguales y llamar a las hembras anhelantes. 

Y así la excursión llegó a su final. El resto del grupo empezó a dispersarse cuando todos vieron que sigilosa, Ana se acercaba a Clara. Ahora la sorpresa había cambiado de dirección.  

Aquellas hamacas solitarias iban a ser habitadas por ellas en una noche distinta y especial. Un evento tan único solo podía acabar de una forma singular. Se acurrucaron en  mantas y sacos, se reían intentando no caer de las camas colgantes y el sueño les venció ayudado por el vaivén propio del movimiento corporal que las acunó e hizo sentir en los brazos maternos. 

Habían vivido una experiencia completa que, en Ana, despertó el amor y respeto más profundo por la madre naturaleza. Aquellas horas en el Parque Nacional habían conseguido hacerla sentir tan insignificante, tan ignorante, tan ajena a una realidad cercana, a un puñado de kilómetros de su casa. Y entonces, al despedirse de Clara, tras un intenso achuchón, Ana le dijo a los que allí estaban: 

¿Has podido sentir alguna vez el poder que transmite el abrazo a un tronco centenario? Yo nunca tuve la ocasión en Londres o en París y, sin embargo, en Parauta si. 

**Relato finalista del I Concurso de relato Sierra de las Nieves 

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3 comentarios en «UN REGALO ESPECIAL»

  1. Las sorpresas siempre traen cosas buenas… y viniendo de quien venía…. Lugar mágico y compañía inigualable, para repetir…..

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