EL OLIVO

EL OLIVO

No había mejor momento en el día. Sentado, sin ruidos. Con suerte, en inviernos lluviosos,  solo se escuchaba el riachuelo cercano. Pequeños placeres que pocos sabían que existían. Tras una larga caminata entre olivos y almendros. A solas. Bueno, obligado por sus hijos, no tan solo. El pequeño artefacto móvil que apenas acertaba a comprender.

— Papá, acuérdate siempre de llevarlo. A ti no te cuesta nada y a nosotros nos evitaría un disgusto grande. — le recordaba su hijo en las esporádicas llamadas.

Y, Miguel, obediente, hacía lo que sus hijos le pedían. Tan poco le costaba tanto pero eso sí, durante su paseo diario, el cachivache en silencio. Le resultaba siempre molesto escuchar el sonido pero, en su momento sagrado, era especialmente irritante.

Siempre la misma rutina. Salía de casa a las cinco de la tarde, los días pares hacia la derecha, y los impares hacía la izquierda pero en una ruta circular de diez mil doscientos veinte pasos. Los justos para llegar a su olivo. Allí donde tenía su cojín, raído pero cómodo. Sacaba de la pequeña mochila el bocadillo bien empapelado y una botella de agua. Fresca, muy fresca. Se acomodaba apoyando la espalda en el tronco centenario y cada uno de los surcos de su madera le recordaba todas las arrugas de su piel; su tacto rugoso le llevaba a sentir la aspereza de sus manos y su color marrón grisáceo le traía a la memoria el color de su cabello.

Sentía que aquel árbol era él. Tan acompañado por el resto de árboles pero tan solo en su vida. Tantos años a la espalda y tan fuerte como siempre. Cada vez más encorvado y menos fructífero. Apenas era recordado en su día a día, solo en las fechas señaladas. El olivo en la época de la recogida y él en navidad. Una vez al año.

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