PLENO
Cada vez que viajo me invade una curiosidad imperiosa por conocer la vida de todos los que mi vista alcanza a examinar, de todos los que me rodean. La chica que viaja sola con esa mirada feliz, el ejecutivo que parece enfadado con la vida, el matrimonio sexagenario que, de la mano, se ayudan y acompañan en cada paso, la familia de cuatro que el resto de viajeros miran con recelo y ruegan porque no les toque sentarse cerca de ellos.
En la cola hago el primer contacto con los seleccionados y luego, según se van sentando en sus asientos, van cayendo descalificados hasta que, una vez yo ubicado, llegan los cuatro o cinco más cercanos a la gran final. Y ahí es cuando empiezo a inventar. Una historia por cada persona. En mi último viaje fueron de lo más variopintas.
La primera fue una chica con estilo grunge. Se pasó todo el viaje mirando el móvil. A veces alguna sonrisa salía victoriosa mientras ella luchaba por mantener un gesto serio y eso es lo que me llevó a pensar que estaba flirteando con el chico que la recogería en la estación. ¿Una primera cita? Tenía toda la pinta. Se tomó dos refrescos y una bolsa de patatas, así que supuse tendrían reserva, más bien pronto, en el restaurante de moda. Ella llegaría hambrienta después de tal merienda.
Justo al lado de ella se sentaba el ejecutivo enfadado. No paraba de teclear en su Macbook. Siendo viernes y las seis de la tarde no podía hacer otra cosa que acabar los últimos detalles de la reunión del lunes para poder pasar el fin de semana sin obligaciones. Aprovechaba cada segundo casi sin pestañear y solo interrumpió su arduo trabajo con tres bufidos y dos sorbos a un café que debería estar ya frío. Así que su actitud irritante solo me hizo imaginar que la empresa presentaba pérdidas que ya no sabía cómo ocultar y solo los encuentros fortuitos con la chica que le esperaba al llegar le alegraban la vida. Así, unos treinta minutos antes del final de viaje pude ver como se colocaba sus Airpods, buscaba insistente en su playlist y cerró los ojos. ¿Sería una meditación? No, no era su estilo.
La familia de cuatro estaban sentados en la mesa de al lado. El matrimonio sacó presuroso un arsenal de entretenimiento, digno de la mejor juguetería, para las dos pequeñas y se miraban nerviosos con la incertidumbre de saber si habrían olvidado algo imprescindible. Llevaban merienda, agua, zumos, alguna chuchería y el último recurso: la tablet. Las chicas jugaban tan silenciosas como sus dulces voces les permitían y los padres no les quitaban ojo y, ante cualquier tono fuera de lugar, las amonestaban recordando que no podían molestar. No sé quién me dio más pena si los padres, por pudorosos, o las niña por obedientes así que para ellos imaginé una escapada de fin de semana al parque de atracciones más ruidoso de Madrid. El que tenía más luces, más música y más diversión. Allí las chicas serían libres de reír, cantar y vivir. No como en aquella cárcel de casi tres horas.
Llegando a la estación procuro siempre seguir de forma discreta a mis seleccionados para ver si, por casualidad acierto. Y si, allí estaba el chico con ese estilo tan característico. Pelo despeinado. Raya en el ojo tan negra como sus ropas. Se miraron. Se dieron un tímido beso en la mejilla y se encaminaron a la salida con un modesto agarre de manos. ¡Qué tiernos! La ternura casi me hace perderme el beso apasionado del ejecutivo y la jovenzuela de unos treinta y cinco años. Falda de tubo, camisa ajustada y blazer. Se besaron con tantas ganas que daba pudor ver tanto ímpetu en público ¡Qué pasión! Embobado en ellos solo me sacó de mi ensimismamiento el grito que dieron las dos pequeñuelas cuando sus padres les colgaron al cuello los pases VIP para el parque Warner. Daban pequeños brincos, se abrazaban y también lo hacían a sus padres. ¡Qué alegría!
La misma que sentí yo cuando vi que, en este viaje, había hecho un pleno. El primero.