FINAL APLAZADO
Cada mañana levantaba la persiana con la misma ilusión y ganas, a pesar de que los números no salían, que la alarma de la entrada sonaba menos veces de las que desearía y que ya se le habían acabado los recursos y la imaginación para mantener a flote su pequeña ilusión.
Aquel era su refugio y su morada. Era casa. Allí no sentía ni padecía penas o dolores. Su fármaco y guarida, donde nada le dañaba y los males no podían pasar.
Conocía cada uno de los ejemplares que entraban por la puerta y, a duras penas, salían. Cada vez era más exquisito en lo que pedía en cuanto a libros, al igual que en la cantidad de unidades porque en el almacén se empezaban a estropear debido a la humedad y el desuso.
Pasaba las mañanas con una de las últimas adquisiciones entre las manos para saber qué estaba vendiendo. Eso le servía para no recordar que su pequeño sueño durante quince años se desvanecía. Las facturas se acumulaban, las deudas más y solo un milagro le podía salvar para llegar a abrir la puerta unos años más hasta que llegara su jubilación.
El librero Miguel aguantaba estoico los envites de las grandes superficies, de ofertas incomparables y descuentos inalcanzables mientras rezaba para que alguien se acordara de la vieja librería de la esquina que, cada vez más, parecía un pequeño supermercado porque, poco a poco, había empezado a incorporar nuevos productos para ampliar la oferta.
La desesperanza se apoderaba de él un poco más cada día y solo la perseverancia le hacía no tirar la toalla. Inventar algo nuevo para mantenerse un día más, una semana más.
El ultimátum llegó en forma de burofax a la vez que, una amable señora, entraba en la librería con un pedido del colegio de su hijo donde habían decidido comprar en los establecimientos cercanos para dar vida al barrio y apoyo a los que, como él, sufrían la pena del comercio. Aquella decisión no solo salvó su mes, sino su esperanza.