AUTORREGALO

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Despertador. Desayunar. Revisar el periódico. Recoger la casa. Conducir. Cuarenta minutos de trayecto, en un buen día. Aparcar. Llegar. Saludar. Trabajar. Salir. Otros cuarenta minutos de vuelta, con suerte. Gimnasio. Ducha. Cena con alguna serie. Dormir. En bucle.

La rutina se hacía más pesada, día tras día. Cada mañana le costaba más levantarse. Desayunaba con prisa y conducía malhumorada. Mucho más si había tráfico. Peor aún si no había aparcamiento. Apenas saludaba a los compañeros al llegar. Cuánto antes empezara, más pronto acabaría. Una tarea, otra. Resoplar porque la lista no se acaba. De nuevo al coche. Caravana, como no. Mejor descargar el malestar en el gimnasio. Por fin, ducha y cena. Evadirse con algo en la tele e intentar dormir.

Siete horas más tarde, vuelta a empezar. Pero ese día no se levantó. Remoloneó en la cama hasta que decidió llamar a su jefa y decirle que se encontraba mal. Total, por un día no iba a pasar nada. Aprovechó la mañana en casa. Tranquila. Apagó el teléfono para dejar claro a cualquiera que se atreviese que no estaba disponible. Un desayuno con música de fondo. El libro que tenía olvidado en la mesita de noche le acompañó el resto de la mañana. No fue eficiente, no fue para nada productiva pero fue feliz. Se sentía en calma, renovada y, sobre todo, en paz. Al atardecer, se concedió un baño con espuma. Pidió su cena preferida y supo que tenía que trazar un plan.

Dos mil novecientas horas después de aquel día había llegado a un acuerdo con su empresa. Tenía ahorros para tomarse un año sabático. Apenas había planificado nada de qué hacer en ese tiempo. No esperaba grandes viajes, ni trazar un plan magnífico para salir de aquel bucle. Solo necesitaba tiempo para ella y trescientos sesenta y cinco días se le antojaban suficientes.

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