ATREVIMIENTO
Érase una vez un secreto, una fantasía que comenzó con una pequeña sonrisa y unos hoyuelos cautivadores fruto de la amabilidad del chico al otro lado del mostrador. Metro setenta de perdición que la fueron cautivando en cada encuentro, en cada «buenos días» al entrar, en el «hasta mañana» al salir.
Pudo ser que cada día le costaba más salir de la cama con el repiqueteo del despertador, que no conseguía motivación para empezar un nuevo día. Emprendía actividades, que le resultaban interesantes, y las abandonaba en un parpadeo porque nada encendía su chispa. Así se dejaba llevar por una rutina tediosa en la que batallaba por servir cafés al gusto del consumidor y limpiar mesas con más ahínco que ganas. Nada le hizo sospechar que la nueva tarea asignada, fruto de la confianza depositada por su jefa, le iba a prender esa mecha que tanto ansiaba.
No era de su agrado pensar que cada día tendría dar el paseo hasta el banco de la avenida con el sobre lleno de la recaudación del día, pero tampoco quería defraudar y, comprendió, que el resto de sus compañeros eran demasiado nuevos como para asumir dicha responsabilidad. A pesar de saber que lo haría, compartió su descontento con su prometido la noche anterior al primer viaje.
— Por el mismo precio le mantengo el negocio, lo cuido como si fuera mío y, además, me hago responsable de que nadie me atraque durante el camino — protestó con vehemencia mientras servía la ensalada.
Pasó la noche entre conversaciones ficticias en las que plantaba cara a su jefa y se negaba. Pero, carente de agallas, a la mañana siguiente asumió y ejecutó. Lo que no sabía en aquel momento es que esa decisión sería el germen de una osadía nunca antes puesta en funcionamiento.
Solo un primer encuentro bastó para que ella tuviera ganas de volver al día siguiente. Aquella sucursal bancaria se hacía acogedora con los ojos verdes que, tras el mostrador, saludaban sin palabras. El proyecto de convertir esa oficina en un lugar distendido era un intento barato y poco conseguido. Los sillones bien colocados, las mesas impolutas y despejadas, el juego de luces y plantas con la finalidad de crear un vestíbulo apetecible quedaba ninguneados con la voz imponente y sólida que le invitó a acercarse.
— Buenas tardes. Pase, pase — le invitó sonriente tras mostrador.
— Buenas. Venía a hacer un ingreso en efectivo. ¿Lo puedo hacer aquí? — preguntó Lorena.
— Lo normal sería hacerlo en el cajero pero, como ves, ahora mismo tengo tiempo así que haremos una excepción.
Ella, embelesada en los pequeños hoyuelos, no conseguía acertar a contestar a las preguntas que el chico le hacía, así que entre respuestas inconexas, titubeos y tormenta de pensamientos consiguió cumplir su cometido y acertar con un «hasta mañana», a modo de compromiso propio.
No entendía qué había pasado. No recordaba haber vivido algo igual. En poco más de diez minutos su cabeza había volado a otros mundos con el cruce de las cuatro palabras. La sorpresa tan agradable que se había encontrado le había hecho parecer una adolescente en su pleno apogeo. Se prometió volver al día siguiente más preparada para el encuentro.
Y así fue como, cada día, a la una se empezaba a poner nerviosa pensando que quedaba poco para volver a verle. Simulaba y estudiaba la siguiente conversación que debía ser tan breve como intensa, al igual que sus pequeñas reuniones. Descubrió su nombre, que le gustaba viajar, el deporte, el vino tinto y que odiaba el pescado. Ella le daba la información a cuentagotas porque le encantaba hacerse la enigmática para así atraparle en el interés y, por supuesto, nunca le confesó su inminente boda.
Esa que tenía desatendida, que vivía con desgana y en la que se estaba dejando llevar por las opiniones de los demás para organizarla. Lo mejor fue hacerse la ocupada y contratar a una «wedding». Así ella solo tendría que asentir, pagar y dejar de preocuparse por aquello que había quedado en segundo lugar. En el primero, estaba él. El chico sonriente, el amable desconocido que le alegraba cada día y que le había hecho, en tan poco tiempo, volar.
Y así pasaban las semanas. Un día se inventaba que iba a ingresar el dinero para su casa en las Bahamas, otro día era para el viaje a Nueva York. De repente cambiaba de tema y los ingresos era para adoptar gatitos, para crear su huerto ecológico. Y con cada motivo se dejaba ver cada vez un poco más y conseguía expresar sus deseos más escondidos y conocer los de él. Siempre le contestaba que si eran vecinos de isla porque su casa estaba en Nasau, que él era más de California, que cómo se atrevía a adoptar gatos habiendo perros y que si en su huerto podría él poner unas semillas de tomate.
Ella se montó su historia y pensó que Jorge, el encantador, también le acompañaría así que, a una semana de la boda, en uno de los últimos días previos a su permiso lo decidió. Las manos le sudaban especialmente, la boca se le secaba según se acercaba la hora y dudó mucho si hacerlo o no, pero se atrevió.
Entró por la puerta de la sucursal ceremoniosa y temblorosa. Sonrisa tímida y mirada distraída. Un pequeño coqueteo con el pelo y su turno llegó.
— Hola Jorge. Otra vez aquí. ¿Adivinas para dónde va la recaudación hoy? — preguntó valiente mientras fijaba sus ojos en los de él sin atreverse a parpadear.
— A ver, sorpréndeme — contestó Jorge sonriente.
— Hoy el ingreso va para la boda que tengo organizada en ocho días, pero si te atreves la cancelo.
Cogió el sobre y empezó a contar lentamente, billete a billete, de forma ceremoniosa, recreándose en cada movimiento y haciendo pequeñas pausas en cada grupo de diez. No la miró, pero su gesto empezaba a relajarse según se acercaba el final del recuento. Levantó la mirada y, sin parpadear, contestó:
— ¿Seguro que te atreves tú?
Disparador creativo: érase una vez…