Se acercaba la hora y todos lo sabían. Cada uno a su manera intentó evitar el fatídico momento. En la olla, las gambas pelearon con las burbujas por salir ganadoras de la lucha que, sin remedio, perdían. Justo al lado, el oro líquido chisporrotea impaciente para abrasar el puñado de verduras que la asesina había troceado con vehemencia. Pero, todos sabían que dependían del horno para salir airosos de aquella batalla gastronómica. No habían conseguido convencer al chivato del reloj. Estaba a punto de sonar. Dentro, se doraba lentamente un solomillo en hojaldre al que poco le quedaba ya para sucumbir al desenlace. No había esperanza, ni solución ante la inmediatez del evento.

En el último momento, los avispados entremeses hablaron con las servilletas que, tan inmaculadas como presurosas, intentaron avisar a los de sagardelos para que pusieran de su parte. Este año estaban mucho mejor organizados y merecían ganar. Incluso la cubertería había decidido intervenir. Y así fue como los petardos del exterior dieron el pistoletazo de salida, desconocedores de toda pugna.

El centro de mesa vibró al tronar de los explosivos y, rozando a la del vino blanco, se inició el efecto dominó. Una tras una, cayeron todas. Las del agua, las del tinto y la del champagne. Hasta el vaso infantil del niño quiso participar. Los cubiertos inundados de cristales y los de sagardelos resquebrajados se partían, no solo de risa, sino por la mitad. La matriarca, paralizada, ahogó su emoción en un suspiro sordo mientras contemplaba la escena. El padre, en un alarde de control, intentaba evitar que el desastre fuera mayor mientras el pequeño lloraba desconsolaba viendo a Mickey y Minnie separados por primera vez.

La rebelión de nochebuena había comenzado. Se iniciaba la fase dos del plan; la del veinticinco de diciembre en ayunas para que los pudientes avariciosos vivieran que es el no tener.

Disparador creativo: Amigo literario de @micorrelatosies