EL BAÑO
Finales de Julio de una calurosa tarde. Como atuendo el bikini y como complemento la mochila que siempre he usado para ir a la playa. Saco de ella la toalla de playa, botella de agua, la novela que me tiene enganchada y una de esas almohaditas que te salvan de un dolor de cervicales tras una tarde tumbada en la arena. Extiendo la toalla y me siento. Cargo los pulmones para inflar mi almohada y me doy cuenta de que todavía conserva el olor. A playa, a mar. Incluso podría decir que está caliente porque los rayos del sol se han quedado impregnados entre las fibras y el plástico; tanto, que me dan ganas de no ponerlo bajo mi cabeza sino frente a mi nariz y seguir oliendo y evocando esos recuerdos que pretendo rememorar entre las baldosas de mi baño.
En este piso en el centro de Madrid la playa queda tan lejos. Los casi 600 kilómetros que me separan de mi bella, como a mí me gusta llamarla, mi Marbella, caen sobre mi espalda y hace insoportable el hecho de no poder verte este verano gracias a un jefe injusto que no ha sabido repartir las vacaciones entre el personal de manera equitativa. Y yo, la última mona de la empresa, he sido la principal perjudicada. Me toca estar en la redacción hasta que el 15 de septiembre puede ir a verte, mi bella.
Con el enfado de pensar lo duro que será este verano en la capital me tumbo de lado y no cejo en mi empeño de pasar una tarde en la playa entre estas baldosas blancas. No es la postura habitual porque así no conseguiría un bronceado uniforme, pero aquí… da un poco igual. El único rayo de sol que va a rozarme es aquel que asoma tímido por la minúscula ventana y que no creo que aguante media hora más, pero me resulta más que suficiente para ayudarme en mi imitación barata de un día de playa en mi baño.
Así, tumbada en posición fetal, la membrana pituitaria se mantiene activa y me ayuda a sentirme allí, donde ahora y siempre quisiera estar. Cierro los ojos, respiro profundo y lo siento: el calor, la brisa marina, la arena entre los dedos. Abro los ojos y leo un par de capítulos del libro que estoy a punto de acabar.
En esta invención mía para esta tarde calurosa falta algo. Agua. Suerte que tengo una bañera en el piso de alquiler y que, aún siendo un derroche, hoy estoy dispuesta a realizarlo solo por sentirme más cerca de mi mar, mi bella. Enciendo el grifo de la bañera, girándolo hacia el azul, y escucho caer el agua de forma lenta, pausada y vuelvo a cerrar los ojos.
Recupero la posición fetal, con la almohada cerca de la nariz y empiezo a escuchar el sonido del mediterráneo. Olas vienen, olas van y allí, tumbada en el suelo sobre la toalla de rayas azules y blancas, me vienen las imágenes del espigón con La Venus esquiando en el agua, los chiringuitos y las barcas llenas de espetos, las pelotas de Nivea que todos soñábamos con coger al vuelo mientras caían del cielo. Escucho el motor de la molesta avioneta con la publicidad de moda y, en ese momento, mi madre me dice que ya es hora de recoger, que se nos ha hecho tarde.
Pero me tiene una sorpresa preparada y me propone terminar la tarde caminando hacia la heladería Valenciana para pedirme un cucurucho de chocolate y plátano, mi preferido. Mochila a cuesta yo, y mi madre con el resto de bártulos playeros, vamos caminando con nuestro manjar en la mano, goteando porque el calor no da tregua al hielo y al chocolate. Mano pringosa mezclada con algún grano de arena persistente, que se niega a marcharse a pesar de habernos duchado antes de salir de la playa. Decidimos descansar en el parque de la Alameda y disfrutar el helado tranquilamente en uno de sus bancos de azulejos a la sombra de los árboles. E iniciamos una conversación, intrascendente en aquel momento, pero que ahora se me antoja importante. Y le cuento que quiero ser periodista y vivir en la capital de la información y trabajar en un periódico importante donde cubrir noticias relevantes. Y así ella me podría visitar en el puente de diciembre y comprar lotería de navidad para todos en Doña Manolita. Y yo bajar al sur en Julio y pasar el verano juntas, repitiendo la escena de la playa y el helado. Año tras año.
En mi ensoñación noto un poco de agua en el pie y pienso que ha subido la marea y me está mojando la punta del dedo. Me espabilo y descubro que la bañera está bosando y es entonces cuando doy un brinco y cierro el grifo. La tarde de playa ha acabado con el suelo empapado, el libro mojado y la toalla como improvisada fregona para recoger rápido todo este estropicio.
A pesar de ello insisto en revivir ese momento y, cuando por el desagüe ya se han ido demasiados litros, lo tapono y me sumerjo para sentir el agua fría en mi espalda. Me falta el salitre, el oleaje y el olor, los pececillos de la orilla que se apartan al rozarlos y los adolescentes jugando en la orilla a las palas, pero hoy cualquier cosa me vale para ayudarme a sobrellevar esta melancolía que me aplasta. La cabeza bajo el agua y contengo la respiración, recordando las ahogadillas de mis amigos en el mar, allí donde ya no hacíamos pie. Salgo y respiro. El rayo de sol, como sospechaba, ya se ha disipado.
Con el bikini empapado y las chanclas en los pies ya solo me queda viajar a la nevera y rebuscar en el congelador hasta encontrar uno de esos cucuruchos envueltos que venden en el supermercado. Por supuesto, nada que ver con el sabor envolvente y la galleta crujiente de aquel helado en el verano de 89. Ojalá el calor asfixiante de un día de terral lo derritiera, pero no. Aquí es el calor seco el que hace su efecto y yo espero, a que el chocolate pringue mi mano como aquella tarde de verano.
**Relato escrito para la VII Edición del concurso de relatos Marbella Activa.