RUTINAS
Cada día en la misma mesa. Él, su libreta, su boli y sus manos manchadas de tinta azul. Decía que en la taberna, a las seis de la tarde, el ruido era una buena compañía y la luz que entraba por la ventana le resultaba agradable e inspiradora. A veces pasaba que su sitio estaba ocupado pero, sin torcer el gesto, esperaba tranquilo en la barra mientras se le calentaba el quinto de cerveza en la mano. No tenía prisa. Ya nunca la tenía.
Las tardes eran suyas desde que el nido se vació. Me contaba que primero se fue su hijo mayor, luego su hija la pequeña y, unos años más tarde, su mujer. Ahora solo le acompañaba el felino y sus letras. Y el felino, de carácter independiente como todos, apenas le maullaba para reclamar su comida o para que le abriera la puerta del balcón. Así que lo más importante para él eran las letras, relataba siempre.
Una vez sentado comenzaba su rutina. Garabateaba. Frustrado, me explicaba que no siempre podía unir palabras con sentido, pero los garabatos le ayudaban a centrarse. Luego pensaba en dos o tres palabras. Las podía haber escuchado durante el día, o haberlas leído en el periódico matutino o tenerlas merodeando en la cabeza cual obsesión. Y una vez fijaba su objetivo comenzaba a inventar.
A veces un poema, una historia, un refrán… Podía ser extenso de varias páginas o corto con varias líneas pero siempre tenía algo que decir. Y así, desalojaba su cabeza de pensamientos, se abstraía de la realidad y entraba en una especie de trance que me maravillaba. Me daba hasta rabia cuando alguien me interrumpía para saciar su sed mientras él escribía. Solía quedarme embobado viendo como su mano volaba sobre el papel, como sus ojos casi ni parpadeaban mientras vacía su cabeza y, muy seguro, su corazón. Y, de repente, arrancaba la hoja, soltaba el boli y la dejaba en la esquina de la mesa. Siempre con letra pulcra. Siempre con la misma firma. M.M.D.
Entonces yo me acercaba a él y le ofrecía alguna bebida. A veces accedía y otras no. Me contaba que le gustaba escuchar el barullo de la taberna mientras componía pero, una vez acabado, los sonidos le taladraban la cabeza y necesitaba salir. Rápido. Solo se entretenía si no había en el local más de seis personas.
Cada día me dejaba una hoja. Yo, curioso, me resguardaba en el almacén a leerlo. A veces, al terminar mi cara se adornaba con una sonrisa, otras mis ojos con lágrimas y, la mayoría, con un suspiro en mi pecho. Esperaba ansioso cada día su historia, su poema, su dicho.
Ahora, que lleva ya días sin venir, sus hojas cobran más valor según pasa el tiempo. Las guardo en una carpeta esperando que alguien venga a buscarlas. Quizás uno de sus hijos, algún amigo… Alguien debía saber que el señor Manuel venía cada día a vaciarse en esta esquina.
Hoy, que vi en el obituario leo que Manuel Martín Díaz falleció el domingo, sé que tengo que encontrar cómo hacer que sus letras sean eternas. Y no solo para mí.